Hoy en día, cuando se alude a los saberes últimos, aquellos que tienen aspiración de radicalidad, es decir, que se orientan a la comprensión última de la realidad, del ser humano y de su lugar en el mundo y a la realización de los fines últimos de la vida, se tiende a pensar fundamentalmente en dos empresas humanas: la filosofía y religión. A diferencia de lo que sucede en otras disciplinas, forma parte de la propia naturaleza de la filosofía determinar qué sea ésta, y no todos los filósofos coinciden a la hora de definir su naturaleza, su objeto y su fin. Aún así, cabe reconocer ciertos elementos habitualmente presentes en lo que convencionalmente se entiende en nuestro contexto cultural por filosofía, que cabría resumir del siguiente modo:
La filosofía se suele concebir como una actividad teórica (esta
actividad teórica puede tener una aplicación práctica posterior,
pero ambos momentos, teórico y práctico, están diferenciados). El
instrumento de la filosofía es la razón, entendida como facultad conceptual y
lógico-discursiva; la indagación y la explicación filosóficas emplean el
raciocinio y los argumentos racionales mediante un método sistemático y
crítico, es decir, analizando los fundamentos de todo aquello que consideran
sin limitarse a aceptarlos de forma ingenua. La filosofía no descansa, por
tanto, en la fe o la autoridad, sino en el libre ejercicio del pensamiento.
Esta concepción estrecha de la filosofía con frecuencia se
contrapone a una concepción igualmente estrecha de la religión, según la cual
esta última, a diferencia de la filosofía, descansa en la fe y en la
autoridad de la revelación y en la de sus representantes e intérpretes, de modo
que la duda, la indagación crítica y la libertad de pensamiento sólo tienen
cabida en ella dentro de ciertos límites. Frente a la competencia teórica de la
filosofía, se atribuye a la religión una función esencialmente transformadora,
salvífica y liberadora. Si la filosofía es conocimiento teórico y
racional de la verdad, la religión aporta un método eficaz de salvación y
conlleva los medios para su propia aplicación. La salvación que la religión
proporciona no es aquella que cada ser humano puede lograr íntegramente aquí y
ahora, la que va ganando para sí mediante el incremento de su nivel de
conciencia: la obtiene de algo exterior a uno mismo —intermediarios, el ritual
o la fe— y sólo será efectiva y plena en el “más allá”.
Considero que
estas acepciones estrechas de “filosofía” y de “religión” —que resultan culturalmente
tan familiares que con frecuencia se consideran universales— son algo
singular en la historia de la humanidad, algo específico de nuestra cultura y,
además, sólo de cierto período de su historia. Son dos productos tardíos
característicamente euro-cristianos; de hecho, dichas acepciones resultan
inadecuadas a la hora de contextualizar muchos de los saberes concernientes a
los fines últimos de la vida humana propios de las culturas orientales, estilos
de vida como el budismo, el taoísmo, el yoga o el vedanta —no en sus
derivaciones populares, sino en sus versiones más depuradas y estrictamente
metafísicas—. Más aún, ni siquiera la concepción de la filosofía
descrita se corresponde con lo que esta disciplina quiso ser originariamente en
Occidente. Ya hemos señalado cómo buena parte de la filosofía antigua se
entendía a sí misma como un camino de conocimiento radical que era
indisociablemente una vía de de liberación interior. La adhesión a una escuela
no conllevaba sólo la asunción de una posición teórica, sino el compromiso con
una praxis de vida que concernía a todas las dimensiones del ser, orientada a
propiciar una metanoia en
nuestra mirada y en el núcleo de nuestro sentido de identidad, y ya los
genuinos filósofos alertaban en los primeros siglos de nuestra era contra la
incipiente degeneración profesoral de la filosofía que traía consigo el olvido
de esta última dimensión. Por otra parte, la autoridad que pudo tener Buda o
Jesús no era mayor, en principio, que la autoridad del fundador de una escuela
de sabiduría. Sus enseñanzas no eludían la plena libertad de espíritu;
no remitían a autoridad exterior alguna, sino a la que radica en lo más
íntimo del espíritu humano.
La entronización de las acepciones de filosofía y religión
descritas ha dado lugar a una falacia característica de nuestra cultura, la que
divorcia e incluso hace parecer como antagónicos dos ámbitos indisociables de
la experiencia humana: el que concierne al conocimiento “científico”, crítico y
desinteresado de la realidad, y el relativo a los medios que nos conducen hacia
nuestra plena realización y liberación interior.
Sugiero que el vértice previo a esta escisión es lo que cabría
con propiedad denominar “sabiduría” o “filosofía sapiencial”. Ésta no es, por
tanto, ni filosofía ni religión en el sentido occidental y contemporáneo más
restringido de estos términos, pues, como ya indicamos, toda tradición de
sabiduría integra y aúna sin conflicto teoría y práctica, saber y ser, ciencia
y liberación, conocimiento y amor, razón e intuición superior, comprensión y
transformación, verdad objetiva y veracidad subjetiva. El antiguo concepto
occidental de filosofía como sabiduría que conduce a la liberación interior
integra estos dos ámbitos de la experiencia humana que, a la luz de las
acepciones de filosofía y religión más extendidas, han llegado a parecernos
irreconciliables.
“Durante toda la
Antigüedad (entre los pitagóricos, en Platón, en los estoicos, en los cínicos,
en los epicúreos, en los neoplatónicos, etc.), el tema de la filosofía (¿cómo
tener acceso a la verdad?) y la cuestión de la espiritualidad (¿cuáles son las
transformaciones necesarias en el ser mismo del sujeto para tener acceso a la
verdad?) jamás se separaron”. (Michel Foucault).
Esta distinción, ya apuntada, entre la filosofía
sapiencial así entendida y la filosofía concebida eminentemente como contenido
conceptual no es superficial o formal; presupone, de hecho, dos concepciones de
la actividad filosófica cualitativamente diferentes. Mi acercamiento a los
señalados estilos de vida orientales me permitió perfilar la naturaleza de esta
diferencia, pues todos ellos constituyen modelos paradigmáticos de filosofía
sapiencial. Pasaré a enumerar algunos rasgos que considero que caracterizan a
las tradiciones sapienciales de Oriente y que, en mayor o menor grado, son
extensibles a toda tradición de sabiduría:
— El método por excelencia de las filosofías sapienciales de
Oriente es la indagación crítica sustentada en la propia experiencia, y de
ahí que estas enseñanzas carezcan de todo sesgo confesional o dogmático. Como
afirma Krishnamurti: “La duda, el escepticismo, el cuestionamiento, estas
actitudes que con su inmensa vitalidad limpian a la mente de sus ilusiones,
lejos de ser propias del hereje, han sido y son en la India y el mundo asiático
el método por excelencia de la investigación filosófica y espiritual”.
— Esta indagación
crítica se vale del instrumento de la razón, pero se trata de una razón que no
se agota en su dimensión individual y lógico-conceptual, sino que tiene una
raíz supraindividual e incluye modalidades diversas y superiores de
conocimiento, algunas de ellas indisociables del amor. De modo análogo, la
filosofía era en el mundo clásico eminentemente theoría, un término que no significaba entonces lo que
significa hoy en día, construcción intelectual, sino contemplación, mirada
silenciosa y desinteresada; una contemplación que es siempre metamorfosis
de uno mismo: “Cada alma es y se convierte en aquello que contempla” (Plotino).
— Como se deduce
de lo anterior, para las filosofías sapienciales de Oriente, la indagación
filosófica no incumbe a un nivel específico del ser humano —el
mental—, sino a todas las dimensiones de su ser. El sabio no equivale al pandit (término
con el que en la India se alude al mero erudito, al que con ironía se describe
en ocasiones como el “burro cargado de libros”). Dicho de otro modo, el
conocimiento filosófico no es para estas enseñanzas algo que se “tiene”, sino
algo que se “es”; es un estado de ser y de conciencia, y, aún más, un reconocerse
uno con la condición de posibilidad de cualquier estado particular de ser. Este
conocimiento se ahonda, crece, en la misma medida en que se ahonda el ser del
que conoce. A su vez, el síntoma inequívoco de este tipo de conocimiento es que
quien lo adquiere ya no es el mismo ni ve el mundo del mismo modo, es decir,
que tiene carácter operativo: modifica la mirada, plenifica y libera.
El arquetipo occidental y moderno del sabio, cuya sabiduría no
excluye, por ejemplo, que sea discutidor, mezquino o narcisista, es
inconcebible en el ámbito de las filosofías sapienciales. Si para la filosofía
entendida como contenido conceptual es posible comprender las claves de la
realidad penetrándola con el “instrumento” de la razón sin modificarse a uno
mismo en ese intento, para las filosofías sapienciales el conocimiento
filosófico de la realidad es una co-creación que acontece simultáneamente a una
profunda modificación del cognoscente. Hay estados y niveles ontológicamente
superiores de ser y de conocer, de vida y actividad, que, para el sujeto que no
ha realizado la ascesis interior necesaria sencillamente no existen, como no
existe el mundo visible para el ciego de nacimiento. Por ello, estas
tradiciones comparan la adquisición de este conocimiento a un “despertar”: el
que comprende, al igual que el que despierta, no adquiere simplemente unos
cuantos conocimientos nuevos, sino que, literalmente, no es el mismo de antes
ni el mundo que contempla es el mismo; se alumbra otro nivel de ser, de
percepción y de realidad, y se advierte la ilusoriedad del estado de conciencia
anterior —simbolizado por el estado de “sueño”— con relación al estado de mayor
lucidez, de “vigilia”, en el que quien ha despertado se desenvuelve. Por lo
mismo, no conciben la liberación como algo que ha de suceder en un supuesto
“más allá”; es siempre una posibilidad humana presente pues equivale a un salto
de nivel de conciencia que permite trascender nuestro estado habitual de
ignorancia y ofuscación.
— De aquí se
deriva otro rasgo característico de las filosofías sapienciales: su
relativización de las doctrinas teóricas. (“El Tao que puede ser enunciado no es el verdadero Tao”. Tao
Te King, I). El discurso intelectual, la filosofía en su contenido
conceptual, no tiene un valor autónomo; su valor radica en su capacidad para
constituirse como un conjunto de sugerencias, instrucciones o indicaciones que
se orientan a posibilitar que cada cual verifique, mediante su experiencia
directa y a través de cierta praxis existencial, la verdad transformadora de
una enseñanza. Para las filosofías sapienciales de Oriente, sólo donde hay esta
experiencia íntima y directa cabe hablar de conocimiento filosófico real. El
conocimiento es sapere, saborear, y las meras explicaciones
intelectuales son sólo apariencia ilusoria de conocimiento. Las enseñanzas que
tienen conciencia de esto último no se constituyen como sistemas teóricos sobre
la realidad con valor autónomo(saben que en lo que tienen de teorías
son tan relativas e inadecuadas para apresar la Realidad como cualquier otra),
sino, ante todo, como prácticas filosóficas.
— Señalaremos, por
último, que es característico de las filosofías sapienciales su énfasis en las
cuestiones existenciales. Muchas de ellas, por ejemplo, coinciden en afirmar
que su interés prioritario se centra en comprender el sufrimiento y en la
liberación del sufrimiento. Hay quienes han querido ver en este énfasis un
signo de su carácter de “filosofías de orden inferior”, pues supuestamente
implica una subordinación del conocimiento puro a la praxis,
lo que distorsiona el deseable carácter desinteresado del conocimiento
filosófico: éste ya no sería un fin en sí mismo, como propugnaba Aristóteles
(“la Metafísica es la ciencia que se elige por sí misma y por saber”. Metafísica A, 2, 928 a, 15). Ahora bien, en esta
crítica se opera una errada traslación de categorías occidentales modernas a
Oriente y a la filosofía antigua, en concreto, de la moderna dualidad
teoría-praxis (de hecho, el mismo Aristóteles entendía que teoría era sinónimo
de contemplación, y consideraba a esta última la forma más elevada de acción).
No hay tal subordinación en las tradiciones sapienciales de la teoría a la
praxis pues éstas no conciben la liberación interior como un efecto extrínseco
del conocimiento al que este último se subordinaría, sino como idéntica a él:
la fuente de la esclavitud interior y del sufrimiento es la ignorancia de la
realidad, y ésta se desvanece con la luz del conocimiento del mismo modo en que
la luz física disipa la oscuridad, porque tienen naturalezas contrarias.
Conocimiento y liberación sencillamente coinciden.
Mi aproximación a las sabidurías orientales —decía— me permitió
advertir la profunda diferencia de espíritu existente entre lo que
denomino filosofía sapiencial y lo que usualmente se entiende por filosofía.
Me ayudó a ver con otros ojos nuestra propia tradición,
a reconocer y redescubrir las tradiciones sapienciales de Occidente, muy
en particular el pensamiento antiguo occidental, en muchos aspectos más cercano
en espíritu a las sabidurías orientales que al pensamiento occidental
contemporáneo. Y me condujo a concluir que el concepto
de filosofía que se ha ido imponiendo en nuestra cultura
ha favorecido el olvido de la filosofía sapiencial en Occidente, el olvido
de que “es preferible un solo maestro de vida, frente a mil maestros de la
palabra” (Maestro Eckhart).
La expresión “filosofía sapiencial” tiene un valor arquetípico
y, si bien hay enseñanzas que responden a ella de forma nítida, como las
mencionadas doctrinas orientales, tiene, sobre todo al aplicarlo a nuestra
tradición filosófica, un valor fundamentalmente orientativo o aproximativo.
Esta expresión en absoluto pretende establecer una equivalencia entre los
contenidos y afirmaciones de las filosofías que se ajustan o aproximan a su perfil,
pero sí reconoce entre ellas significativas semejanzas estructurales.
Las peculiaridades de las filosofías sapienciales descritas, su
inadecuación a nuestros paradigmas más habituales, explican lo que considero
recurrentes malentendidos presentes en el acercamiento a las mismas. Así,
dentro del mundo académico, con frecuencia estas tradiciones quedan reducidas a
meros sistemas especulativos, con lo que se pierde de vista su verdadero
sentido y alcance (aquellas tradiciones sapienciales cuyo énfasis especulativo
es menor directamente pasan al rango de filosofías de segunda
categoría). Al margen de la academia encontramos el malentendido opuesto: se
minimiza en las tradiciones de sabiduría, y muy en particular de los estilos de
vida orientales, su carácter esencialmente metafísico, cognoscitivo, y se
relegan al ámbito de lo “religioso” o “terapéutico”, en el sentido más
estrecho de estos términos. Ambas aproximaciones parten de un mismo prejuicio:
el que disocia lo subjetivo de lo objetivo, la praxis de la teoría, el ser del
conocer.
La
sabiduría hoy
Decíamos que hoy en día la filosofía y la religión constituyen
el referente de los saberes últimos con pretensión de radicalidad. Aún así,
paradójicamente, se trata de saberes en crisis, lo cual es muy significativo y
nos habla de una falla estructural en nuestra civilización: está en crisis nada
menos que lo que ha pretendido estructurar en ella las aspiraciones de
ultimidad.
La modernidad cuestionó en Occidente a la religión oficial, y la
postmodernidad, a la filosofía como empresa racional. Esto tiene un claro
reflejo en cómo las funciones tradicionales de la filosofía y de la religión
pierden peso progresivamente y son sustituidas por nuevos sistemas explicativos
y nuevos sistemas de valores. Quizá actualmente la ciencia constituya el
sistema explicativo de la realidad más convincente y satisfactorio para la
mayoría (científicos, e incluso divulgadores científicos, asumen con
naturalidad el papel de nuevos filósofos), y quizá el sistema de valores más
atractivo a gran escala sea el que proporciona la sociedad de consumo. Pero la
ciencia deja a un lado la dimensión cualitativa y significativa de la vida y de
nuestra propia interioridad, la única que puede dotarla de sentido. Y la lucha
individualista por el dinero y los símbolos externos de éxito, a la que se han
llegado a subordinar como monedas de cambio la honestidad, la veracidad y la
justicia, van dejando en el alma individual y social el paisaje yermo del
aislamiento y de la separatividad, de la inautenticidad individual e
interpersonal, de la superficialidad descorazonadora, de la pérdida de contacto
con el suelo nutricio de nuestro propio fondo y, a través de él, con la
totalidad de la vida. En este clima, y en aquellos cuya sensibilidad aún no
embotada sigue estando abierta a las mociones de lo esencial, aflora hoy en día
con inusitada fuerza el interés por las tradiciones sapienciales, un hecho que
confluye con otro sin precedentes: tenemos por primera vez en la historia a
nuestra absoluta disposición el ingente bagaje de sabiduría de la humanidad.
El interés creciente por las tradiciones sapienciales, por la
filosofía entendida en su acepción más amplia, busca llenar el vacío
espiritual y filosófico que en nuestra cultura es causa de desorientación,
malestar y sufrimiento emocional epidémicos, un vacío que ya no quiere ser
llenado de forma dogmática, sino racional (acudiendo a más de 2500 años de
reflexión filosófica), pero igualmente práctica y experiencial (por lo que se
reclama que esa filosofía sea, además, sabiduría). Esta clara demanda social e
individual confluye además con un aspecto central del momento actual: el
relativismo contemporáneo y la crisis de los grandes sistemas ideológicos y de
las tradiciones religiosas han propiciado que ya no haya sistemas de creencias,
instituciones sociales o cosmovisiones incuestionables. El individuo medio
carece de referencias indiscutibles sobre qué sea la realidad y, en general, de
referentes sólidos en los que apoyarse. Pero muchos ya no quieren sucedáneos; ya
no pueden dar marcha atrás para retornar al calor de una seguridad que ahora,
con la nueva perspectiva lograda, resultaría ficticia. Y lo que las tradiciones
sapienciales ofrecen no es un sistema de creencias más, ni más sistemas
teóricos, sino la comprensión y el arraigo existencial que únicamente
proporciona la experiencia viva del ser, el asentamiento en el propio fondo
insobornable, algo que, para la mente ansiosa de seguridad, resulta muy
parecido al vacío.
Y es que son muchos los que, insatisfechos con la especulación
filosófica sustentada en la opinión y disociada de la praxis cotidiana, con las
respuestas de las religiones tradicionales, y con sus sustitutos banales, como
la religión del consumo, no han caído en las garras del cinismo y aún mantienen
una confianza inarticulada en el fondo misterioso de la vida, una confianza que
no necesita creencias relativas al “más allá” ni construcciones teóricas
siempre inciertas acerca de los porqués y los “paraqués”. Son estas personas
las que están redescubriendo las intuiciones perennes de las grandes filosofías
sapienciales.
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